SINFONÍA A UN MARICÓN.
Se abre el telón.
En el platon del escenario, de pie, firmemente erguido, un hombre moreno, cabello erizo, ojos oscuros y de grotescos acabados, da un paso al frente y toma la batuta; de dos golpecillos sobre el reposet de las partituras y cómo magia, se encienden variadas luces que iluminan el conjunto de seres que serán ésta noche, su orquesta.
Comienzan las cuerdas.
En el público, un hombre ciego se sienta a ser transportado a un mundo que el hombre feo comienza a construir, a la perfección para seres cómo él, la vibración de las pequeñas y delgadas cuerdas de los violines y las largas y gruesas de los chelos, combinando el agudo del cielo y los graves del infierno; transportandonos.
De pronto el moreno director grita ¡libre!
Y todos los instrumentos suenan a dispar, cuerdas contra vientos, madera contra metal, percusiones sin compás, caos.
El ciego se estremece en su asiento, se retuerce a veces de placer y otras más de agonía, es un deleite para sus nuevos ojos, poder sentir aquella lucha.
El director comienza a andar entre su orquesta, y va de acá a allá, moviendo habilidoso la batuta cuál hada madrina, pero en lugar de destellos mágicos incorruptibles, cada revés enciende más luces, luces que iluminan las caras de los integrantes de su orquesta, caras que al fulgor de la iluminación se descubren hermosas, irresistibles.
En las butacas cada lámpara es un gritito sordo que se escucha más allá de los límites del caos. El ciego incorpora su cordura al darse cuenta de la fracción de tiempo que todo calla, para abrir paso a los suspiros, suspiros de algo que no puede disfrutar y piensa con la cabeza baja, que cruel ha resultado el director.
Cuándo todo en la orquesta está iluminado el director recobra su lugar y con un súbito movimiento corta el caos dejando a los tambores empezar; aquello se escucha funebre e irreverente, aturde y lo peor, sincroniza los corazones del público, sin duda no he asistido a representación más visceral. Otro revés, callan lls tambores, gira sobre sus talones y se encamina a los vientos que firmes se encienden al compás de sus pisadas, en el frente de los clarinetes un hombre alto, belleza absoluta, de ojos claros, cómo el cielo, se sorprende; la batuta del director golpea ligeramente sus hombros y comienza un inesperado sólo, sublime, aterrador, el director clava firme y sin chistar la batuta en su pecho, rompe su corazón y del clarinete surge la nota más bella que jamás escucharé, una nota muerta.
La orquesta sigue en pie, nadie grita, nadie se inmuta, nadie llora.
En el público, algunos dan un salto y se ponen de pie al ver caer al hombre del clarinete, nadie se mueve, los otros atónitos y yo, disfrutando cada vez más aquel gozo subliminal se una sociedad apática.
Todo para nuevamente, excepto el bum bum de los tambores, que sigilosos nos sincronizan una vez más, ahora el director de nuevo al centro de su equipo, inicia una marcha hacía las cuerdas, frente a un chelo, un hombre grande, fuerte, barba a ras de piel, pero tupida, se miran sus poderosas manos comienzan de igual forma un sólo de chelo, los golpecillos en el hombro y ahi yo me pongo ansioso casi al borde de la locura por esperar de las cuerdad lo mejor de un instrumento, pero esta vez no hay tal; en lugar de ello, el director besa la cara varonil de aquel hombre, gira en sí sobre los tacones de sus zapatos y retorna al centro, me doy cuenta que el silencio aturde, la multitud en las butacas, no da crédito de aquel acto.
Comienzan las arpas.
Es un sonido triste, sólido, hiriente.
El ciego se echa a llorar, no lo culpo, aquello duele en el corazón.
El director mira directo al público, mientras la orquesta sigue como poseída aquellas notas tristes, baja el escenario y sujeta al ciego, lo ayuda a subir, en el centro y cara a cara. Le declara, tan fuerte y firme que todos escuchamos, ¡No es locura lo que escuchan tus ojos, es el mundo que no ves lo que escuchas ahora, maldad y alegría, corazones rotos que alumbran la oscuridad, caras bonitas que sacean la humanidad y al final uno lo encuentra todo en la ceguera... Sujeta firme su cara y coloca sobre él, sus ojos... Me hiere, me alzó y me dirijo a ellos, retomo la batuta y hago que el caos regrese, disfruto ver como su cara se transforma en sencilla agonía, sí soy culpable disfruto cada partitura de su descompuesta sinfonía; y de pronto lo que era bello muere, y el feo director, se disculpa y segundos después cae en la locura...
Ovación de pié.
Se cierra el telón.